Si bien los relojes sirven, por supuesto, para medir el tiempo, también cuentan historias, a veces incluso más. Íntimamente ligados a sus propietarios, atraviesan la vida a su lado, siendo testigos discretos de momentos de paz así como de pruebas, y conservan los recuerdos de todo ello. Esta es una de esas historias.

Sin embargo, todo comenzaba bajo los mejores augurios: un grupo de amigos, algunos coches y las largas carreteras serpenteantes de las montañas de Noruega. Esta vez habíamos dejado Oslo rumbo a Lærdal, un pequeño pueblo en el fiordo, donde habíamos alquilado una vieja casa de madera amarilla para el fin de semana. Al amanecer del sábado, uno de nosotros fue despertado por el humo. En pocos instantes, las habitaciones estaban llenas de humo, la escalera apenas visible, el aire casi irrespirable. Encontramos la salida a tientas, todavía medio dormidos, descalzos en el frío de la mañana.

Las llamas se propagaron rápidamente al piso superior. En la precipitación, todo quedó dentro, el equipaje, la ropa y sobre la mesita de noche, mi Serica 6190.

Cuando llegaron los bomberos y se controló el fuego, uno de ellos volvió a entrar para recuperar nuestras llaves del coche. Por pura casualidad, también salió con el reloj, ennegrecido y empapado. Había soportado la prueba del fuego y la manguera, pero su corazón seguía latiendo.

Unos días después, en París, los relojeros de Serica abrieron el reloj con cuidado.

El movimiento seguía funcionando, sólido y preciso. Tras un servicio completo y una limpieza minuciosa, el reloj volvió a su propietario, mostrando apenas las huellas de una noche que nadie olvidará.